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Las sorpresas de la vida (Polanco y La Corina)

Alberto Barrera (Texto)

Luis Galdámez (Ilustraciones)



Polanco y su mujer, Corina, vivían en un cuartucho de paredes de bajareque y techo tejas en un mesón ubicado sobre el Pasaje Las Brisas, casi enfrente del cementerio de Mejicanos en donde armaban su vida diaria, elaboraban sorpresas y adulteraban leche para vender.

Muchas veces se embriagaban y alegres provocaban escándalos que rompían el tranquilo ambiente de la empobrecida zona a mitad de la década de 1960.

Él, era un viejo calvo y parecía empleado público, pero era un emprendedor que fabricaba sorpresas. Vendía ilusiones en rollos pequeños de cartón que envolvía con papel celofán de alegres colores adornados con flecos que el fin de semana llevaba al mercado de la pujante ciudad.

Ella, menor que su marido, era una mujer pequeña de cabello claro, rizado y corto. De sonrisa fácil y mal hablada. Nunca la vi sin delantal por lo que su aspecto siempre fue de una mujer luchadora, de esas que abundan en el país.

Madrugaban todos los días. Yo a veces despertaba temprano y les iba a ver en medio de sus “cuchumbos”, botes o jarros metálicos de hasta 100 botellas con tapaderas y agarraderos que llamaban “orejas”, en los que tenían la leche de vaca la cual mezclaban con agua, porque así, decían, mejoraban sus ganancias, pero no tanto porque siempre fueron pobres.

Todos los días al amanecer era una algarabía dentro del pequeño mesón que tenía cinco cuartos, rodeado de un amplio terreno con árboles y otras fincas, distribuidos en una agrupación de tres con piso de tierra y dos con ladrillos de rombos grises y tono rojizo, y al lado un caserón lúgubre en la que vivían don Tomás y “la niña Candelaria”.

Los viejos nativos de Mejicanos eran los cuidanderos, gente de confianza del dueño, don Saúl Flores un reconocido maestro y pensador de la época.

Una etapa en la historia del país en la que los militares, a través de golpes de estado, llegaron al poder y a partir de 1962 se instauró un periodo de cuatro regímenes de coroneles y generales apoyados por el Partido de Conciliación Nacional (PCN), que ganó elecciones haciendo trampa.

Hasta que, en los albores de la brutal guerra civil en octubre de 1979, también con otro golpe de estado fuera derrocado el último de ellos, el general Carlos Humberto Romero, cuando llevaba en el poder un poco más de dos de sus cinco años de gobierno, pero se volvió insostenible por sus constantes abusos y violaciones a los derechos humanos.

Todo parecía transcurrir en calma por esos años, una especie de “democracia controlada” pero había una creciente ebullición social y política, y en el mundo también ocurrían grandes transformaciones y sucesos históricos impactantes.

Muchos no nos dábamos cuenta y entre juegos, la escuela –donde nos daban leche y galletas de trigo de la Alianza para el Progreso de Estados Unidos que preveía peligros para ejercer el control- y la música de Los Beatles, todo era amor y paz, como pregonarían por esos años los “hipies” que aparecieron en la linda ciudad californiana San Francisco y que se convirtieran en un fenómeno social en contra de la guerra como la de Vietnam.




El pueblo pintoresco y el carrusel de Polanco


Y la vida en Mejicanos, entonces un apacible pueblo y hasta turístico, transcurría con sobriedad y se convertiría en sede de famosos grupos musicales de “la nueva ola”, como Los Supersónicos, Los Lovers, Los Falcons o Los Strangers.

El mercado, con su hilarante feria dominical, tenía entre sus atractivos la venta de platos de yuca salcochada o frita, así como su pequeño parque central frente a la escuela Antonio Najarro, su antigua y hermosa iglesia a la entrada de la ciudad por la segunda avenida norte de San Salvador y conservada hasta que el terremoto en mayo de 1965 la hiriera de muerte.

Cerca del mercado, a un lado de la alcaldía y frente al cine Balboa estaba una barbería a la que debido a la visita de un equipo argentino de fútbol, de esos que por esa época hacían giras continentales, el dueño la llamó “Argentina” y que aún existe.

En medio de esa feria de fines de semana era fácil dar con Polanco, pues en el atestado centro comercial anunciaba a gritos sus sorpresas de colores que colgaba de un carrusel de madera el cual giraba a medida que se acercaban los curiosos y potenciales compradores.

Uno escogía el color y luego de pagar los cinco centavos del desaparecido colón, jalaba la sorpresa y adentro encontraban algunas bagatelas de plástico o cualquier “chunche” que no superaban el costo pagado.

Pero, con viveza Polanco invitaba a sus vecinos y amigos para que se acercaran al lugar en que vendía y aseguraba que de verdad les daría una sorpresa. Alguna vez fui a comprarle y rompía la colorida sorpresa y antes de ver el premio él me la arrebataba para gritar que era uno de los ganadores del “premio especial”.

Para mí sí era sorpresa, pues en un papelito arrugado escribía el premio que eran retazos de tela (que él llamaba cortes), algún juguete u objetos que tendrían valor en esos años. Casi de inmediato aparecían nuevos compradores y con ello aseguraba su ganancia.

Aunque la sorpresa mayor era que cuando llegaba al mesón me pedía que devolviera el premio pues ése volvía a jugar la siguiente semana. Yo no entendía y frustrado le entregaba el premio y él me devolvía los cinco centavos, dándome “gracias por la ayuda”.

Los días de mayor éxito en las ventas de las sorpresas de Polanco y la leche adulterada de Corina se emborrachaban con su licor preferido “El Muñeco” y armaban fiesta en el pequeño corredor compartido con los vecinos; y a veces apartaban los cumbos de la leche y hasta bailaban sintonizando emisoras de radio de música popular.

A veces las fiestas las organizaban las noches sabatinas después de ver en televisión la lucha libre, aunque alguna vez fueron a la Arena Metropolitana a presenciar “encarnizadas peleas de gladiadores en el cuadrilátero”, como decía su narrador “Don Miguelito Álvarez”, un destacado y querido locutor de radio y televisión.



Corina, declarada fanática del luchador El Águila Migueleña, sufrió a raudales el día en que supo de su muerte a temprana edad, mientras jugaba con amigos a la “ruleta Rusa”.

Alguna de esas tardes o noches de parranda, Polanco en camiseta de tirantes -que había sido blanca- miraba a su alrededor y alzaba la voz, en busca de alguien con quien polemizar, pero nadie le hacía caso o los que le rodeábamos éramos niños. Luego mostraba orgulloso su dentadura blanca y a gritos decía que era “de puro marfil” golpeándose con fuerza para probarlo.

Al lado su mujer reía de la ocurrencia y también embriagada gritaba: “qué bueno es estar a verga para que otro hijuelaverga le monte verga…”

Pero con nadie peleaban pues les tenían aprecio y sonreían de las ocurrencias de Corina y Polanco, una pareja especial en aquellos días maravillosos de aparente tranquilidad en el pueblo que cambiaba sus calles empedradas y la vieja y triste iluminación pública, para iniciar la transformación que la convirtieron en la populosa y desordenada urbe actual.

Un día, a finales de la década de 1960, Corina enfermó y fue a parar al hospital en donde dijo que si moría la encargada de ella era la tía Maura Barrera.

Y unos días después, la tía con un profundo sentimiento humano, fue a traer su cadáver y lo veló con el dolor enorme de Polanco, quien luego desapareció y nunca le vimos con su frente reluciente al sol y su carrusel de madera girando, vendiendo sorpresas para vivir.

Título agradable

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