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El cantante

Una mañana de lunes, en estos días inciertos por la pandemia del coronavirus, revisaba libros y cayeron al piso papeles que estaban sueltos y en medio una tarjeta de presentación de “Silvio José” con el texto: “Una guitarra, una voz…”

La cartulina blanca tiene un recuadro, en la esquina superior izquierda una guitarra y en la esquina inferior derecha un micrófono. Mi mente viajó dos años atrás cuando el dueño de la tarjeta, René Argϋello, me la entregó para que nos comunicáramos. En ese tiempo yo laboraba en radio YSUCA.

Pero no volvió a llegar ni me llamó. Martín Posada, veterano locutor de la emisora y conductor de programas musicales me dijo que no le respondió varias llamadas. Y el tiempo se fue sin saber de René.

Y esa mañana de lunes marqué el número telefónico de la tarjeta y me respondió una mujer quien me interrogó con quien quería hablar, para qué o porqué buscaba a René. Cuando lo hice se identificó como Vanessa Argϋello, su hija y me dijo que su padre había muerto a finales de mayo de COVID-19 la contagiosa pandemia que abate al mundo.

No sabía qué decir. Solo se me ocurrió explicarle que desde niños fuimos amigos, pero que nos habíamos perdido la pista muchos años hasta que él apareció en la radio para pedirme que le buscara una entrevista en uno de los diarios, quería hablar de su trabajo, de su música. “¡Di que sí!”, me dijo exaltado parecía un niño.

Y para comenzar le ofrecí un espacio en la emisora. Hablamos poco, nada de aquella vieja relación de nuestra amistad en la niñez o qué había sido de nuestras vidas, pues le motivaba el programa para cantar, como lo hizo durante muchas veces en sus 70 años de vida.

Su tarjeta me llevó a los años 1962 o 1963 y al recuerdo de aquel muchacho escuálido y baja estatura, dinámico y de hablar atropellado. Un soñador que se movía entusiasta entre bromas de los vecinos en aquel mesón de casas de bahareque rodeado de árboles y en donde habitábamos seis familias sumidas en la pobreza.

René residía con Julia -su madre empleada de una fábrica-, tres hermanos y una sobrina en una de las seis habitaciones de aquel lugar propiedad del profesor, Saúl Flores, un apartado lugar del pasaje Las Brisas, frente al cementerio de Mejicanos, que tenía un poco más de 14 años de ser ciudad, pero no salía de ser la pintoresca villa durante sus 60 años de existencia de 1888 a 1948.

Los sueños de “Reneco”, como le llamábamos, se basaban en la música, quería ser cantante y famoso, pero nunca tuvo con quien o dónde estudiar música o canto. Su ideal lo contaba a sus vecinos que éramos las familias de Maura y su marido José María –la tía con quien yo residía- ambos comerciantes, la de José Carranza, empleado de una tenería quien vivía con Margarita otra de mis tías y dos niños; Rosa una madre soltera con cuatro hijos, Corina vendedora de leche adulterada y su marido Polanco quien vendía sorpresas y los dos viejos cuidanderos: don Tomás y “la niña” Candelaria.

Eran días en que muchos niños coleccionábamos álbumes de diferentes temas como la naturaleza y otros con rostros de artistas y cantantes famosos. Junto al primo Nelson y René comprábamos sobres en los que venían tres “tarjetas” que luego pegábamos en la ancha libreta que también habíamos comprado. Ambos en su pre adolescencia imaginaban ser Ricky Nelson.

Ricky era un cantante de rock muy guapo quien desde niño había actuado en el programa de radio y televisión iniciado en 1944: “Las Aventuras de Ozzie y Harriet” junto a sus padres y David, su hermano. El show se mantuvo en televisión hasta 1966 y en radio estuvo cinco años al aire.

Inició su carrera como cantante de rock en 1957 y pronto fue exitoso, pues además actuó en el cine y se convirtió en ídolo juvenil, entre ellos Nelson y René. Ricky murió en un accidente de aviación en 1985 cuando iniciaba una gira de nostalgia en Estados Unidos. Tenía 45 años.

Para mí Ricky era un desconocido pues las radios programaban música de grupos y cantantes mexicanos, como Los Teen Tops y Enrique Guzmán o de Angélica María; de moda el twist con Chubby Checker, el nacional Paquito Palaviccini deleitaba con su memorable ensalada que sonaba en las fiestas de fin de año y en 1963 era popular El twist de la Gallinita Josefina del guatemalteco Víctor Manuel Porras, que ese año ganó un festival de música juvenil en Santa Ana.

En las fiestas de navideñas con René intentábamos bailar esos ritmos pegajosos con chicas mayores porque a veces los adultos no se animaban. Nelson era uno de los que no les gustaba el baile. Al menos intentábamos mover la cintura y las manos y deslizar nuestros pies de un lado a otro en el piso, algunas ocasiones de tierra, con algún twist de Chubby Checker, un negro enorme, cara redonda, bien peinado y un alzado bucle.

Nada que ver con aquella hermosa escena en la película de 1994 Pulp Fiction en la que los actores estadounidenses Uma Thurman y John Travolta bailan un twist y ganan un concurso.

Los ecos lejanos del pueblo

A inicios de 1960 Mejicanos aún tenía calles empedradas alumbradas por débiles luces de focos amarillos colocados en postes de madera y protegidos por láminas circulares al estilo sombrillas. Se había convertido en ciudad en 1948, pero en realidad era un pueblo en los suburbios al norte de la capital y que después de las 10 de la noche los barrios eran muy solitarios, solo algunos lugares del centro permanecían abiertos hasta tarde y los fines de semana el pequeño Cine Balboa en el que se exhibían viejas películas.

Como los vehículos eran escasos muchos niños en la zona del barrio El Calvario y los pasajes Perú o Las Brisas jugábamos temprano en la intercepción de las 3ª y 5ª calle Ponientes y se iniciaba la calle hacia Ayutuxtepeque. En época de vientos volábamos piscuchas y al caer la noche jugábamos “ladrón librado, agárrame la ayuda, mica, futbolito” y otros. René participaba poco.

Ilustración fotográfica Luis Galdámez.

Éramos un grupo de muchachos entre los 8 y 13 años que nos divertíamos sin cansarnos, pues durante el día y después de las clases relucían las chibolas, los trompos y los capiruchos, algunos los fabricábamos de carretes de madera en el que venían enrollados hilos que usaban modistas o sastres en talleres como el del papá de Marcial o el de Mitchell ubicados en la zona.

Ver televisión nos costaba pues eran escasos y por eso esperábamos el fin de semana para ir al cine con René. Una de nuestras pasiones era ver las viejas películas de Tarzán, las de vaqueros y otras de aventuras en el pequeño Balboa, que me recuerda el de Cinema Paradiso, la laureada película italiana que es un hermoso homenaje al cine.

Alejados de la realidad del país, como nuestras familias que parecían no interesarse por la política, solo nos preocupaba jugar y el domingo ir a las salas de cine. René me cuidaba por ser mayor que yo cuatro años, pero ambos éramos niños. Nuestro preferido era el cine Modelo, pero también íbamos al Iberia, al México o al Capitol de allá por San Jacinto y otros del centro de la capital.

En uno de los juegos de policías y ladrones o de indios y soldados, en los que nos identificábamos equivocadamente con los blancos o “caras pálidas”, perseguíamos a René y él se subió a un árbol de morro que no era muy alto. Yo lo vi y con mi arma simulada hice el ruido del disparo, al parecer certero y fingió estar herido, pero calculó mal y cayó al suelo de una altura de más dos metros y al caer se golpeó una mano y lloró del dolor. Algunos días estuvo vendado.

Otro día regresábamos del cine en San Salvador y atrevido me lancé de un autobús 2 en marcha, porque así lo hacían los jóvenes, y a mis ocho años caí de bruces y me rajé la ceja izquierda. René recibió los regaños “por no cuidarme”, dijo la tía Maura. El no dijo nada, aceptó le regañada.

Pero también nos daban premios y alguna vez fuimos de pesca al Río Sucio –antes de que las aguas residuales o industriales le contaminaran- en una zona de la carretera entre Quezaltepeque y San Matías. Gozábamos las noches de fogata a la orilla del afluente caudaloso y escuchábamos historias o “pasadas” escalofriantes de personajes de fantasía o de nuestra mitología.

En uno de esos viajes René durmió a la orilla del río y quien sabe cómo o porqué acabó a medianoche en las aguas del río. Dijo que tuvo un sueño.

René, 1997, acto graduación de una hija. Foto familia.

El cantante

No sé en qué año, pero un día René y su familia se marcharon a otro lugar de la misma ciudad, no tan lejos, pero ya no nos frecuentábamos. Más o menos en 1965 me acerqué a Nelson otro vecino adolescente, apodado Jícama, con quien veía televisión en su casa y tenía una radiola en la que escuchaba a Los Beatles, lo cual fue mi atracción por los melenudos ingleses.

Mientras René seguía soñando con cantar y por necesidad junto a su hermano Jorge iniciaron una relojería en el centro de San Salvador, por la iglesia El Calvario. Ambos se habían casado con dos vecinas y hermanas Carmen y Rosario. Le perdí la pista durante mucho tiempo.

Su hija Wendy, una de las tres chicas que procreara con Carmen, me contó que en aquellos años de los 60 hizo pruebas en Los Lovers, una banda de rock suave de Mejicanos, pero no lo confirmé. Años después me enteré que Silvio José cantaba en el Hotel Ritz, a una cuadra de la oficina del Telégrafo sobre la Calle Rubén Darío.

Wendy dice que fue vocalista de varios grupos como el de Roberto Antelmo, de la orquesta Guanabambú y de las bandas Gusano y El Salvador, participando en carnavales y fiestas diversas. A inicios de los 80s emigró a Estados Unidos, pero solo estuvo fuera un año y en 1987 “conoció al señor Jesús” y solo cantaba en la iglesia en que se congregaba, dijo con nostalgia.

René cinco días antes de su fallecimiento (Mayo 2020).

René quien residía en Cuscatancingo con Marina su tercera compañera enfermó a mitad de mayo, pero creyó que solo era una gripe y a los días fue al hospital Zacamil “en donde falleció rápido”, dijo Wendy. También fue padre de Verónica y Marlene procreadas con Carmen y de su relación con Tita nacieron Vanessa y Carlos.

“Siempre fue bien alegre, optimista y tenía un gran carisma”, sostuvo Wendy sobre René quien soñó y llego a cantante en una parte de su vida, la cual perdió ante la pandemia del COVID-19 que nos apabulla.

Alberto Barrera, periodista.

Título agradable

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