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Baño de recuerdos (En el Día del Padre)

Bañarse a las cinco de la mañana no es mala hora y en un río de aguas frescas y transparentes tiene su impacto y más la primera guacalada, luego el placer y frescura, la felicidad de estar junto a tu papá que se alista para ir al trabajo es invaluable.

Los baños entrañables en la segunda mitad de 1950 fueron en la finquita de los abuelos en El Guaje, un cantón entre Santo Tomás y Panchimalco, con salida a Los Planes de Renderos, lugar fresco y bonito con estructura de aldea acomodada en las alturas de la periferia de San Salvador.

Y para eso con mis casi cuatro años de edad madrugaba para ir con mi papá, José Moisés Mejía, entonces treintañero y empleado público, al pequeño río en la apacible zona boscosa, de cultivos frutales y café.

En ese cantón “Los Mejía” eran muy queridos y respetados, hasta otros del mismo apellido, pero no de la misma familia, se consideraban parte y aludían ser “tíos” o “primos”, una gran fusión campesina mezclada con el espíritu católico en el que la visita del cura a la ermita los fines de semana o en las fiestas de enero al patrón “San Sebastián”, eran un gran acontecimiento.

José Moisés y Alberto(Autor)

Y los recuerdos de esos años con mi papá y de ese lugar me llegaron de romplón por el pedido de mi amigo el conductor y productor de programas de radio y televisión, comentarista deportivo, narrador de Miss Universo y de las ceremonias de entrega de los premios Oscar de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, y también personaje controversial, Sergio Gallardo.

“Mandame una grabación con el mejor recuerdo que tengás de tu papá”, me dijo y agregó: “voy a poner las voces de mis amigos en el programa dedicado al Día del Padre en Mil 900 ayer”, que se transmite desde hace varios años en distintas emisoras, hoy a través de las ondas de Láser inglés.

Y lo hice. Me puse a hacer memoria del mejor recuerdo y pasé y repasé uno a uno, como una revisión de diapositivas en una pantalla en la pared de mi vida.

Fueron tantos y escogí el más lejano y el primero que tengo, el de aquellos años 50, cuando el rock explotaba en la radio y el cine con Little Richard o Bill Haley –aquí aún no llegaba la televisión-; o las canciones de Pedro Infante, personaje que muchas mujeres, incluida mi mamá, creían que no había muerto en aquel accidente aéreo cuando no cumplía los 40 años en abril de 1957.

Desnudos en la pequeña poza de aquel pequeño río que disminuido aun riega una parte de las tierras de la pequeña finca y sobre unas rocas extendidas nos bañábamos y hablábamos ¿no sé de qué?, y reíamos, ¿no sé por qué? La felicidad de estar juntos.

Yo quería solo disfrutar. Mi padre seguro cavilaba el tiempo que venía con sus pequeños hijos en medio de realidades duras en la larga temporada de gobiernos militares autoritarios, aunque por esos días trataban de maquillar al gobierno de turno al que solo le preocupaba la posibilidad de un golpe de estado, la modalidad preferida por militares y civiles cuando no iba bien una u otra administración.

En la tranquilidad y paz rural de esos días, los niños de la casa con los abuelos no entendíamos lo que decían en la radio sobre el ambiente preocupante; sólo esperábamos los cuentos para volar nuestra imaginación con los montajes de cuentos árabes de Las Mil y Una Noches o con El Gato con Botas, Pulgarcito, La Bella Durmiente cuya forma literaria lograra el francés Charles Perrault y otros cuentos transformados en narraciones de radio.

El abuelo Moisés hacía lo suyo cuando algunas noches luego de la oración a las seis de la tarde nos contaba cuentos o “pasadas” que él conocía o que le había contado su padre u otros familiares que se habían desarrollado en el siglo XIX.

Antes, en el río, mi baño era ligero y observaba a mi papa con su ritual, mientras yo temblaba enrollado en una toalla le contaba cosas o preguntaba otras. El con paciencia me seguía la conversación, aunque estaba apresurado para iniciar la caminata de unos tres kilómetros a tomar el autobús hacia el centro de la capital en donde estaba el viejo y hermoso edificio de Correos.

“Moisés, Chepe Mejía, Moisesito o Monchito”, como le decían sus hermanos, cuñadas, la abuela Ofelia -su mamá- y otros familiares, siempre le consideraron una buena persona y respetada.

Padre de seis hijos, 10 nietos y cuando murió el 1 de agosto de 2012 a los 84 años conoció a sus primeras dos bisnietas. Pero no solo fuimos seis, ni 10, en su vida respetada se ganó el cariño de familiares cercanos, quienes también son nuestros hermanos Sonia y Daniel, sus hijos son sus nietos.

Cuatro Generaciones siglo XX

Esa noche de agosto le vi cuando estaba en coma de varios días conectado con sondas a equipos en el hospital del Seguro Social y le hablé porque me dijeron que escuchaba, le dije cosas de las que no hablamos en el río ni en esas casi seis décadas que compartimos.

Fueron años de vivir en la misma casa o separados, luego de la muerte de mi joven madre Emma Catalina en septiembre de 1960, por lo cual le vi llorar amargamente sobre el hombro de la abuela Ofelia.

En esos días de 1960 vivíamos en Ayututexpeque, una aldea en crecimiento con fincas a su alrededor y el templo católico en el centro, rodeada de viejas casas, al lado norte una que tenía un portal en la que había una tienda, otros negocios y pequeñas habitaciones.

Ese 12 de septiembre de hace casi 60 años, antes de las exequias de mi mamá, la abuela nos llevó a los tres pequeños hijos que dejaba: mis dos hermanas menores Hilda, Morena y yo, hacia su casa de la finca en donde estaban nuestro hermano mayor Arnulfo y la prima Estela, con quienes gozamos el ambiente rural y el cariño de los abuelos. Nulfo o "Nufito" como le decía la abuela nació antes al igual que Norma, a quien muy poco nos hemos relacionado, pero con mi papá siempre estuvo cerca.

En 1961 la abuela nos envió a estudiar a Santo Tomás y rentó un lugar para que viviéramos y estudiáramos en escuelas del pueblo, pero a mediados de año mi papá me llevó a vivir con él y Conchita, antes de que ambos nos trajeran a Guillermo, el más inquieto de la familia y hoy un reconocido periodista y profesor universitario.

Los tres vivimos en el cuarto de un mesón cercano al Cine Apolo, por lo cual seguido íbamos a alguna de las funciones cinematográficas. Fue entonces que inicié mi pasión por ver la televisión y el cine. Después recorrí la mayoría de salas en el bullicioso centro de la capital.

Al Apolo fuimos a ver con mi papá y Conchita “El Ladrón de Bagdad” y quedé impresionado con el actor indio Sabú, un ladrón encantador que en la película filmada en 1940 volaba en una alfombra mágica sobre la capital de la antigua Mesopotamia hoy Irak. Ese día y muchas veces no paré de hablar de cine. Mi padre pacientemente escuchaba y reía de mis ocurrencias.

En la vieja casa de El Guaje la abuela tenía una foto enmarcada y decía que ése era su Pedro Infante, era mi papá en sus años mozos en el ejército, la cual se perdió porque uno de los tíos la escondió en los años de la guerra por miedo a que llegara algún guerrillero y creyera que en el lugar estaba un enemigo.

A mi papá le cayó en gracia aquella ocurrencia de su hermano Rigoberto, pero con el tiempo se lamentó que la foto la perdiera enterrada en algún lugar del terreno accidentado de la pequeña finca en la que Moisés Mejía y Ofelia Hernández formaron su hogar y procrearon cuatro hijos y el mayor era mi padre.

Los baños matinales en el río y los recuerdos familiares vinieron en este “Día del Padre”.

Crónica de Alberto Barrera, periodista.

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