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Ausencia

Hace 60 años la abuela Ofelia no permitió que Goyo me alzara para ver el rostro de mi madre rígida en un ataúd para llevarla al sepulcro en el cementerio de Mejicanos.

Emma Catalina, 1953.

Ella –Emma Catalina-, una mujer bonita de 23 años, era madre de tres niños, el mayor era yo de seis años y mis hermanas Hilda y Morena de cuatro y dos años respectivamente. A esa edad y en ese tiempo no nos dimos cuenta del triste y duro suceso que nos marcó y cambió nuestras vidas.


Su muerte a temprana edad fue confusa, aunque la familia supuso que fue a causa de una caída que tuvo y le provocó una hemorragia. Estaba embarazada de su cuarto hijo. Su madre, la abuela Juanita y su hermana, la tía Alicia intentaron ayudarla, pero todo lo complicaron pues no lograron parar el derramamiento de sangre.


Fue a parar al hospital en donde un día después informaron de su muerte debido a una gangrena, pero no dieron más detalles. Fue llorada por todos, mi padre el que más. Le recuerdo cuando esperó que la abuela, su mamá, se bajara de un auto apresurada y él lloraba inconsolablemente. No entendí por qué de aquel acto emocional espontáneo. Después lo comprendí, al extrañarla en mi vida.


Cuando ya desarrollaba mis labores de periodista intenté ver su expediente médico en el hospital de Maternidad, pero me dijeron que los de 1960 ya no existían. Y me quedé con esa versión, ya que para entonces no existía la Ley de Libre Acceso a la Información Pública y podría darme el acceso que necesitaba, aunque es cierto que en muchos casos distintos gobiernos tampoco han permitido dar informaciones requeridas por la población y el periodismo.


Cuando la abuela llegó en el auto que conducía el tío Oscar, hermano de mi papá José Moisés, lo vi en medio de una polvareda apresurado e impactado por la triste noticia. Vivíamos con la tía Maura y su marido José María en una amplia casa de bahareque construida en un terreno en lo que entonces era el final de esa calle, que hoy es la 1ª avenida norte de Ayutuxtepeque.


En ese terreno montaron una fábrica de escobas artesanal “La Panchita” y destazaban reses que colgaban de un enorme árbol que quedaba cercano a un barranco y donde al acercarse a la orilla se miraban cerros en el horizonte. Eran el Guazapa y Nejapa, y después a lo lejos las montañas chalatecas. Algunas veces vi a mi madre llenar un vaso con la sangre de la res sacrificada, generalmente eran enormes toros, así los recuerdo en mi temprana edad. La vi que tomaba el líquido acuoso porque la volvía fuerte y resistente, al menos eso pensaban muchos aquellos días.


“Mamá Ofelia” era una señora blanca y cabello claro, proveniente de una familia de maestros en Tonacatepeque. Nacida a inicios de 1900 para ese tiempo ya estaba jubilada y manejaba la finca de “los Mejía”, entre Panchimalco y Santo Tomás, ambas al sur de San Salvador.


Y Goyo, el muchacho que quería mostrarme a mi madre, era un campesino que llegó para ayudar en la pequeña fábrica de escobas de su hermano y la tía Maura. Él fue asesinado en medio de la pasada guerra civil.



Aquel domingo 11 de septiembre de 1960 marcó mi vida porque mi madre se había marchado y con mis hermanas crecimos en ambientes distintos, con gente que nos quería y consentía al trío de niños huérfanos. Mis días de niñez, adolescencia y comienzos de la adultez con la tía Maura una real y cariñosa madre sustituta, Hilda con nuestro padre José Moisés y Conchita, junto a Guillermo, hermano menor y Morena con los abuelos Ofelia y Moisés a quienes llamó siempre mamá y papá. La tía, nuestros padres y abuelos, fallecieron luego de muchos años compartidos.



Por eso es que cada 11 de septiembre me invade la nostalgia y en mi memoria llegan las imágenes de mi madre cariñosa, joven y hermosa. El viernes pasado, la fecha fatal, creí poder escribir pero no pude, no fui capaz y traté de obviar esos 60 años de ausencia.


Alberto Barrera, periodista.

Título agradable

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