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Terror verde olivo

"Oh, amigos, es duro ver matando a los que descansan en paz"

(Del poema "Muertos" de Roque Dalton)

En El Salvador se ha desatado un frenetismo político, social e histórico por sucesos que impactan o dejaron huella en la población, pese a la actual vida agitada y sangrienta, pero que en el pasado no generaron interés entre las instituciones del Estado.

Y es así como la policía realizó una operación –luego de varias negativas- para capturar a 17 militares pedidos por la Audiencia Nacional de España por su vinculación en la matanza de los jesuitas en 1989 –aunque solo encontró a cuatro-, los escándalos por el inicio de investigaciones y juicios a ex presidentes, entre ellos Mauricio Funes, acusados de enriquecimiento ilícito, campañas oscuras por reformas a la ley del fondo de pensiones y denuncias de periódicos por piraterías cibernéticas encargadas por el alcalde de San Salvador.

La realidad nos arrastra y nos involucra, muchos toman posición, otros olvidan y la gran mayoría alude la necesidad de escarmientos que sensibilicen a los responsables de cometer delitos, que los políticos y funcionarios se conciencien, que la prensa y los periodistas funcionen con dedicación, esmero y apliquen sus conocimientos profesionales o del oficio, no volcarse al espectáculo.

Por eso no debe de extrañar que los periodistas que cubrimos la guerra civil en la década de 1980, hoy veteranos y curtidos por la vida, hayamos tenido vínculos con esa realidad lacerante y en ruidosas reuniones aludiéramos las vivencias, para seguir vivos y ver el final, no totalmente feliz pero que significó una esperanza para muchos.

Por esos años surgió una frase dicha por Epigmenio Ibarra, un ex reportero mexicano, actualmente encumbrado productor de cine y televisión, en la que aludía al poeta y cantante de The Doors, Jim Morrison. Con un leve cambio dijo en una fiesta a altas horas de la noche: “De aquí nadie se muere, pero nadie sale vivo”, y así fue…

Les comparto esta crónica actualizada sobre la cobertura que hiciéramos sobre la matanza de los seis sacerdotes jesuitas y dos colaboradoras, por un comando militar especializado en la lucha contrainsurgente, pero que asesinó a indefensas personas con la complicidad de muchos y que hoy se rasgan las vestiduras, le temen reconocer el asesinato múltiple y no quieren ser extraditados para tener un juicio diferente en tierra extraña, desde donde llegaron cinco de los religiosos asesinados y que se volvieron parte nuestra, y murieron con sus cerebros destrozados.

Bastaría con reconocer el error sangriento cometido, como muchos, pedir perdón y reparar los daños de las víctimas o sus familias; y seguro serían perdonados.


La matanza de sacerdotes y dos mujeres

Al terminar el toque de queda a las seis de la mañana del 16 de noviembre de 1989 llegué a la oficina de la agencia Reuters en la encumbrada colonia Escalón y al asomar Jake me dijo que fuera a la UCA: “Han matado a Ellacuría y otros sacerdotes”. No lo podía creer, pero de inmediato tomé mi libreta y grabador.



Junto al experimentado fotoperiodista estadounidense Pat Hamilton enfilamos raudos hacia el campo universitario al suroeste de la asediada San salvador, pues hacía menos de una semana se había iniciada la más grande ofensiva militar guerrillera (que no fue ningún secreto) y los asesinos aprovecharon el momento para cometer el atroz crimen.

El recorrido desde la Escalón me pareció interminable por la angustia de no querer confirmar el sangriento suceso y Pat pensaba en la cobertura fotográfica que haría, aunque con mesura aludía la guerra salvadoreña, quizá recordando su tiempo en Vietnam como soldado de infantería.

Al asomar por uno de los portones que conducía a la casa en donde dormían los sacerdotes junto al Centro Pastoral, vimos en el patio cuatro cadáveres boca abajo con sus cerebros destrozados. Identifiqué al padre Ignacio Ellacuría, rector de la universidad con su bata café y al vicerrector Ignacio Martín Baró, Amando López y a Segundo Montes, el único completamente vestido. Un cuadro de terror ante los ojos de unos empleados y del padre José María Tojeira.

Tojeira horrorizado no parecía creer lo que veía, un espantoso escenario en la verde y fresca grama del patio, que había sido teñida de rojo por la sangre derramada de los sacerdotes, quienes nunca creyeron morir de esa alevosa forma.

Los cuerpos del también sacerdote español Juan Ramón Moreno y del salvadoreño Joaquín López estaban en sus dormitorios, también bañados en sangre. Elba Julia Ramos y su hija adolescente Celina completaban el sangriento escenario al que un religioso sobreviviente y con lágrimas dijo que “fue un asesinato con lujo de crueldad”.

Hablé con algunas personas, ningún testigo, solo la desolación y condena de la iglesia por medio del Arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera Damas (+). Otros sacerdotes llegaron y con ojos vidriosos lamentaban el brutal crimen. “Les arrancaron el cerebro” a balazos dijo uno, con rabia y dolor.

En minutos un remolino de gente, amigos, vecinos, religiosos y un mar de periodistas en busca del dato certero, pero no había nadie que de inmediato certificara quien o quienes habían asesinado a ese grupo de intelectuales que desde muy jóvenes llegaron a El Salvador y aportaron sus conocimientos.


La noticia al mundo y las primeras investigaciones

Jake o Richard Jacobsen, joven corresponsal de la agencia británica Reuters envió los urgentes, que luego al retornar a la oficina complementé aún apesadumbrado por la matanza pero eran días de violencia y muerte, en muchas esquinas de la ciudad y sus alrededores se libraban cruentas batallas y ambos bandos reclamaban victorias, que no eran más que otros cuadros de luto y dolor.

La noticia voló al mundo, inmediatas condenas, promesas de que se investigaría a fondo, rumores, acusaciones, principalmente contra la guerrilla porque habría cometido el alevoso crimen, hasta del mismo representante de Estados Unidos quien lo insinuó en una conferencia de prensa y el gobierno acusó a “grupos terroristas”, como generalmente llamaba a los rebeldes izquierdistas.

Mientras la guerra continuaba con su estela de muerte y destrucción, la matanza de los jesuitas impactaba, pero no habían responsables, solo hasta después de mucho encubrimiento de los autores, destrucción de pruebas, como registro de las salidas de patrullas de la Escuela Militar, permisos para dejar libre el paso hasta la UCA o los cañones de las armas usadas, en enero de 1990 el coronel Carlos Armando Avilés le comentó al mayor del ejército estadounidense, Eric Buckland, que el coronel Guillermo Alfredo Benavides había ordenado los asesinatos.

Pronto se generó una serie de informaciones, consultas y comentarios acerca de lo dicho por Avilés, quien luego lo negó ante sus superiores, pero vinieron las investigaciones desde dentro del gobierno, que solo intentaban manipular, aunque la presión de Estados Unidos, en especial del congresista demócrata Joe Moakley quien formó una comisión que investigó y determinó quiénes fueron los asesinos, obligó a determinar en los tribunales los que causaron la matanza, aunque no se llegó a los autores intelectuales y las razones por las que la ordenaron.



Y una comisión ordenada por el entonces presidente Alfredo Cristiani le escribió un informe en el que se acusaba de la masacre a cuatro oficiales y cinco soldados de haberlo perpetrado bajo las órdenes de Benavides. Todos fueron enjuiciados y condenados entre el 26 y el 28 de septiembre de 1991, casi dos años después del crimen.

Pero la condena duró año y medio, pues una Ley de Amnistía, promulgada luego de conocerse un informe de la Comisión de la Verdad en marzo de 1993, la cual investigó las peores atrocidades cometidas por los dos bandos en la guerra civil de más de una década en la que hubo 75,000 muertos, les liberó de culpas, pero las heridas no fueron sanadas.


La Comisión de la Verdad

La noche previa al asesinato el Estado Mayor del Ejército se reunió con los principales jefes y comandantes militares “para adoptar nuevas medidas” frente a la agresiva y organizada ofensiva rebelde, que luego de que se suspendiera un diálogo que buscaba poner fin al conflicto, casi anunciara a los cuatro vientos su acometida violenta contra el ejército en zonas en donde tradicionalmente no habían sentido los fragores de los combates entre soldados y guerrilleros.

Según el informe de la Comisión el jefe del Estado Mayor del Ejército, el entonces coronel René Emilio Ponce (+), esa noche del 15 de noviembre en confabulación con el general Juan Rafael Bustillo, el coronel Juan Orlando Zepeda, coronel Inocente Orlando Montano y el también coronel Francisco Elena Fuentes, dio al coronel Benavides “la orden de dar muerte al sacerdote Ignacio Ellacuría sin dejar testigos”.

Y para ello dispuso de un comando del Batallón Atlacatl, uno de los preparados técnicamente para enfrentar a la guerrilla izquierdista, le cual dos días antes había realizado un registro minucioso en la universidad católica y particularmente en los dormitorios de los sacerdotes. Realizaron la matanza, cuyos detalles se conocieron en el posterior y promocionado juicio.

Pero la Comisión determinó que el operativo fue organizado por el entonces mayor Carlos Camilo Hernández, el jefe del Atlacatl, coronel Oscar León Linares, tuvo conocimiento del asesinato y ocultó pruebas y el coronel Manuel Antonio Rivas, jefe de la Comisión de Hechos Delictivos, conoció los hechos y ocultó la verdad, así como recomendó al coronel Benavides la destrucción de pruebas; así como el coronel Iván López y López, ayudante en esa Comisión, también conoció la verdad y la ocultó.

Además el abogado y actual diputado, Rodolfo Parker, miembro de la Comisión de Honor, “alteró declaraciones para ocultar las responsabilidades de altos oficiales en el asesinato”.

El juicio se realizó y al final solo fueron condenados el coronel Benavides y el teniente Yusshy René Mendoza Vallecillos, quienes fueron indultados por la aplicación de la Ley de Amnistía poco tiempo después del amplio informe de la Comisión de la Verdad, que detalló los peores crímenes de las partes enfrentadas, revelando los horrores de hechos sangrientos en contra de muchas víctimas inocentes.


Actualmente el caso ha vuelto a la palestra política y judicial por la repetida petición de España para capturar y deportar a los 17 militares involucrados. Solo cuatro fueron encontrados, entre ellos el coronel Benavides, quien ya había sido condenado por la matanza. Los demás no los hallaron y siguen libres, mientras se realiza una amplia discusión en la sociedad y se analiza en la Corte Suprema de Justicia la posibilidad de deportarlos.

España espera que Estados Unidos extradite al coronel Inocente Orlando Montano para responder por el delito, pues una juez determinó que existían razones para que su juicio se realice en ese país por la matanza de los sacerdotes y sus dos colaboradoras. El militar retirado se convertiría en un eslabón para que el juicio contra sus ex compañeros se realice en ese país europeo.

Los esfuerzos para que se reconozca la matanza está llegando a su máximo nivel, pese a que muchos se oponen y aluden que el caso ya se juzgó, aunque no estuvieran en el banquillo de los acusados los que dieron la orden en esa noche de terror verde olivo.

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