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Crónica de una muerte inesperada

Cerca de las 11 de la noche de ese viernes 2 de septiembre comenzaste a jadear, algo te impedía respirar y necesitabas expulsarlo, pero al momento te calmabas y volvías a tu sitio de dormir al lado de Reina.

Al rato retornabas y a veces me buscabas pidiendo auxilio. No sabía qué hacer, te acariciaba, decía palabras dulcitas o te sobaba el estómago. Parecías aliviada. Veía la televisión sin entender y pensaba: “mañana iremos a revisión por ese malestar”.


Y así, en ese ir y venir, el jadeo con más frecuencia. No podías conciliar el sueño, yo tampoco. Ya pasaba la medianoche. Te escuchaba llegar y pronto estabas frente a mí, tu mirada era más triste pero no podía hacer nada.


Recordé que al volver a casa con nuestros hijos Iván y Glenda junto a su pequeño vástago Sebastián, estabas alegre de recibirnos, aunque un vómito fue una especie de alerta, pero no nos pareció extraño y creímos que eso no era para alarmarse.


Por la mañana hicimos la caminata diaria, que desde hacía casi 13 años realizamos juntos y en las que al terminar ambos quedábamos relajados y los sueños de un futuro mejor se renovaban, como todos los días. Esos recorridos matutinos solo los suspendimos cuando llovía o durante los viajes de vacaciones familiares, después de los cuales siempre estabas atenta al retorno y alegre bailabas al recibirnos.


Ese viernes que caminamos en la colonia en que residimos actualmente, desde hace unas semanas, no hubo nada anormal. Nada de qué preocuparse y todo transcurrió tranquilo.


Por la noche vimos el partido de la selecta ante México, la que luego de un buen primer tiempo perdió, como suele suceder en los últimos años y firmaba su eliminación temprana en busca de estar de nuevo en un mundial, el de Moscú 2018.


Por eso llegamos un poco tarde aunque estábamos a unas casas de distancia en donde viven nuestros hijos Brenda y Manfredo, junto a otros dos nietos Daniella y Gabriel. En su casa vimos el encuentro deportivo, alegres por esa victoria momentánea y brindamos -sin pasarnos- por la alegría fugaz.

Vos estabas sola y así de seguro comenzaste a sentir los síntomas.


Cerca de la una de la madrugada inició lo peor, ya no soportabas y para asegurarte que estábamos despiertos botaste una pequeña escalera de aluminio y el estruendo en el dormitorio nos alertó. Te vi la cara e intuí que el dolor era mayor. Sin embargo con unas cuantas palabras y una sobada en la panza, volviste a tu lugar, te vi caminar resignada.


Y una media hora más tarde Reina se levantó y sollozando me dijo: “se está muriendo…” yo respondí “no puede ser”… Una bocanada de sangre en tu lecho me confirmó que agonizabas, te fuiste quedando quieta, ya sin dolor, aunque solo vos sentiste el sufrimiento de esas dos últimas horas. A los pocos minutos falleciste.


Fue una sorpresa para todos, nadie lo creía, pero así fue. Las lágrimas brotaron en la despedida que nos dejó un agudo dolor de garganta y tu ausencia es notable, aunque muchos dirían “era solo un perro”.

Hoy reposas en el jardín al lado de una veranera -hermosa buganvilia con legajos de pequeñas flores rojas-, una palmera y otras plantas que forman un lindo cuadro verde y que hemos llamado “el rincón de la Conga”.


“Sólo un perro trae a mi vida la esencia misma de la amistad, la confianza y la alegría pura y desenfrenada. Sólo un perro saca a relucir la compasión y paciencia que hacen de mí­ una mejor persona.” Del poema “Es sólo un perro”, de Richard A. Biby.


(En recuerdo de nuestra perrita Conga).


Título agradable

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